─ ¡Luis, cubrí esa pelota! ─gritaba mi viejo, desesperado. Él era el Director Técnico de nuestro equipo sub 10, o sea, una división infantil de Pueblo Nuevo donde ninguno de los jugadores superaba los diez años. Íbamos perdiendo dos a cero, faltaban quince minutos para terminar el partido y quedar descalificados.
¿Cómo fue que a mi padre se le ocurrió incorporarme como titular, habiendo mejores jugadores que yo en el banco de suplentes? Porque una vez, jugando contra él y Rubén, yo hice un gol antológico: recibí un centro de Juancito, uno de mis hermanos menores, paré la pelota con el pecho, la elevé y, antes de que tocara el suelo, la dirigí con el empeine hacia el arco rival, que estaba a mi espalda. Fue una hermosa media chilena. “¿Sabés lo que acabás de hacer?”, preguntó mi viejo asombrado. “¿Fue gol?”, pregunté ante la duda de que fuera inválido pues, según papá estuviera en el bando ganador o perdedor, las reglas del fútbol hogareño eran algo fluctuantes y contradictorias. “¡Fue un golazo, Luisito. Un golazo!”, dijo. Y desde entonces creyó que su hijo era un “tapado”, un talento oculto que algún día saldría a la luz, se convertiría en crack y jugaría en la primera de Ríver Plate, el club de sus amores.
Pero mi padre no comprendía que yo me animaba a realizar esas jugadas y otras más “peligrosas” aún, porque me encontraba bajo el amparo de la dulzura y la suavidad familiar. Allí imperaba la pax pereyrensis, la paz de los Pereyra, fundada en la regla áurea de no agredir, no lastimar, no romper, no quebrar ni mutilar. Tal garantía constitucional, tal precepto ─que se debía menos a una consideración humanitaria, que al alto costo de la atención médica, inaccesible para la siempre flaca economía familiar─ era muy apto para mi lucimiento futbolístico. Papá no comprendía que, para mí, una cosa era jugar en el blando patio de casa, con él y mis hermanos y otra, muy distinta, era hacerlo en una cancha “oficial”, defendiendo los colores de un club, compitiendo por un trofeo y el campeonato. En estas circunstancias ─bajo el sortilegio del par de botines con tapones, pantalón corto y una camiseta─ mis inocentes y amables compañeritos de escuela, se transformaban en tipejos despreciables, en hijos y nietos de mr. Hyde, dispuestos a patearte los tobillos, aplicarte una paralítica en los muslos, cabecearte la nuca, escupirte cuando vas a disputarles la pelota, darte codazos que podían quitarte el aliento, meterte los dedos en los ojos o pegarte con el dorso de los dedos en los testículos. En esas condiciones, mis adversarios no entendían un pepino de la pax pereyrensis, sino que se convertían en verdaderos psicópatas asesinos.
“Cubrir la pelota” significaba poner el cuerpo delante de ella, para protegerla del rival, para que no te la quiten ni te conviertan un gol. Esa orden que mi padre repetía como un desaforado ─porque los adversarios amenazaban con llenarnos el arco─, revestía para mí un trascendental concepto filosófico: la pelota era, en ese contexto futbolístico, algo vital. Preservar el balón, la globa, el esférico era, en esencia, más importante que resguardar mi propia integridad física. Yo no pensaba lo mismo que mi entusiasta progenitor: la pelota estaba concebida para resistir patadas, pisotones, cabezazos, rebotes contra el piso o las paredes; en cambio mi cuerpo era más frágil y no aceptaba ninguno de esos maltratos. Además yo ─conjunción de alma, cuerpo y espíritu─ era único y valioso, mientras que las pelotas valían poco y las había a montones, como repuesto, en el galpón del utilero, por si la que usábamos se pinchaba o descosía.
─Cagón, maricón ─gritó uno de mis compañeros, cuando el delantero del equipo contrario amenazó con pegarme un voleo y yo me hice a un lado, dejándole la pelota servida.
A los nueve años, yo ya estaba enamorado de Betty Cavaignac, mi maestra de cuarto ─lo sigo estando todavía─ y soñaba cálidos romances con tres o cuatro de mis compañeritas del aula. Sin embargo, a fuerza de escuchar ese tipo de comentarios, llegué a dudar de mi propia virilidad e inclinación sexual.
¿Era yo un cobarde, como sostenía mi coequiper? No, señores. No era un pusilánime, pero tampoco un estoico. Yo era un filósofo más bien racionalista. Mientras los demás recorrían el campo de juego, yo usaba mi raciocinio de esta manera: ¿Por qué estábamos jugando, cuál era el premio para el ganador? ¿Un mísero trofeo de aluminio y plástico o una medalla de metal barato que el Club Pueblo Nuevo compraba por chirolas y tenía almacenados para entregar al primero, segundo y tercero de cada categoría infantojuvenil? ¿Para qué tanta fatiga y lucha, si todos recibiríamos, al final, el mismo premio? ¿Y cuánto valía una placa radiográfica, los gastos de internación, los analgésicos? Analgésicos que, ¡horror de horrores!, generalmente se inyectaban y siempre fui belenofóbico, es decir, le tuve pavor a las agujas. También tenía en cuenta los días que debía guardar reposo con el pie o la pierna fracturada. ¿Alguno de ustedes debió padecer, con un brazo enyesado, durante cuarenta días de pleno verano? Yo sí. Por eso es que, con menos de diez años, ya era capaz de establecer la diferencia entre costo-beneficio y esta indicaba que era mucho más redituable ceder el balón que salir lastimado.
Yo no era tan buen jugador ni sería tan arriesgado como el ruso Rubén Piccini, el panadero, quien en otro campeonato, en un acto de tremenda e irreflexiva valentía, se arrojó barriendo el pasto para robarle la pelota al enemigo y no vio el vidrio filoso que sobresalía de la tierra. No quise mirar el colgajo de carne y sangre que sobresalía de su pantorrilla. “¡No quisiste verlo porque te desmayaste, salame!”, dijo Rubén, mi hermano mayor, que estuvo conmigo ese día y siempre se empeñó en refrescarme la memoria.
─ ¡Cabeceala, Luis! ─gritó papá, refiriéndose a la pelota que venía girando como un trompo, furiosa, hacia mi posición. La ortodoxia futbolera indica que la globa debe ser cabeceada con los ojos bien abiertos, para poder darle “direccionabilidad” (sic) al pase o al disparo hacia el arco contrario. Quise hacerlo, pero no tuve en cuenta el sol de frente. Recibí el balón con los ojos bien cerrados, me pegó en la nariz y activó mis lagrimales.
─ ¡Ni cabecear sabés, infeliz! ─dijo Pedrito Aranda, el mismo compañero que me había verdugueado antes─. ¿Le tenés miedo a la pelota, le tenés?
En realidad no le tenía miedo, sino respeto. Las pelotas de antes no eran como las de ahora, livianitas, de “cuero plastificado”, impermeables. Las de antaño eran gigantescas y pesadas, de verdadero cuero vacuno cosido a mano y, para preservarlas de la humedad, se las untaba con grasa a la cual se le adherían todas las inmundicias habidas y por haber en el campo de juego, desde los escupitajos y los mocos de los jugadores, hasta la bosta de las vacas que habían cortado el pasto oficiosamente antes del partido. Sobre la contundencia y composición química de esas viejas pelotas, tuve una experiencia traumática a los tres años. La cuento: ese día, mi viejo jugaba en la cancha de Pabellón Argentino, un club de la liga amateur que estaba a la vera del arroyo Munilla. Mientras papá derivaba aburridamente de un lado a otro de la cancha, yo estaba echado de panza sobre el pasto, mirando algo más entretenido que el partido. Mi interés infantil se había desplazado desde las nubes y sus caprichosas formas, hacia el vendedor de tortas fritas y el exquisito aroma que desprendía su canasta de mimbre. De repente escuché el taponazo y un grito de advertencia: “¡Guarda, gurí!” Entre tantos niños que había en la cancha, ¿cómo iba a imaginar que el aviso era para mí? Apenas logré incorporarme, cuando vi que algo negro y redondo venía hacia mis ojos, los cerré y llegó el impacto. Comprendan: yo era un chiquilín y el jugador, un robusto muchacho de veinte años que había pateado la pelota con toda la energía de su juventud. Semejante golpe podía inculcar respeto al más pintado.
Sin embargo, mi “pase de nariz” no fue tan infortunado, sino todo lo contrario: uno de mis compañeros, Pedrito Aranda, seguramente ─recuerden que además de aturdido, yo no veía nada porque tenía los ojos llenos de lágrimas─, evitó que la globa se fuera por el lateral, la trasladó varios metros y tiró un pase espectacular a mediana altura. Nuestro delantero la embocó en el arco rival con, esta vez, un genuino y certero cabezazo de palomita. Mi padre festejaba el gol como si fuera un demente. No era para menos: ahora íbamos dos a uno.
Envalentonado por el golazo que, mal o bien, contribuí a convertir, fui a buscar el rebote de un contrario que había sacado desde el medio de la cancha, me quedé con la pelota, la dominé, eludí a mi adversario con una gambeta y enfilé hacia el arco rival. Recuerdo que mi viejo corría a la par ─si el reglamento lo hubiera permitido, él habría entrado para convertir el tanto─. El pobre hombre se salía de la vaina y no era para menos. Quedaban uno o dos minutos para terminar el partido y yo enfilaba hacia el campo enemigo con destino de gol. El gol del empate y la clasificación. Mi padre estaba al borde del colapso nervioso: “¡Tirá al arco, por Dios!”, gritaba. “¡Tirá al arco, Luis!” Y quise hacerle caso, pero cuando estaba a punto de fusilar al guardavalla, un defensor me tapó el arco. Lo esquivé con otra gambeta, quedé con mal perfil para el remate, pero dentro del área y con la pelota en mis pies. “¡Buscá la falta, Luis. Buscá la falta, por favor!”, rogaba el DT. “Buscar la falta” significa, provocar que un jugador rival te cometa una infracción. Como yo estaba dentro del área de ellos, un simple roce significaba penal y empate cantado. Entonces, por el rabillo del ojo, vi cómo el mediocampista contrario se me arrojaba como un loco, barriéndolo todo, con los dos botines hacia delante y los tapones, que también me inspiraban respeto.
─ ¡Penal, penal! ─gritaba mi viejo, mientras nuestros niños suplentes se le colgaban de cuello y brazos para contenerlo.
─Quite limpio ─sentenció el árbitro─. Ni siquiera lo tocó.
Y era verdad. En lugar de dejarme masacrar en beneficio del resultado, yo había saltado ágilmente, casi con elegancia, para evitar la furia homicida del adversario. La pelota había salido por la línea de meta y yo ─en lugar de estar revolcándome como un inválido o fingir una lesión como si fuera un actor consumado─, estaba corriendo, evidentemente indemne, para ejecutar el córner. Mi padre, todavía contenido por todo el banco de suplentes y el juez de línea, seguía gritando: “¡Jugada peligrosa, Referí. Penal, penal!” Pero el árbitro no le hizo caso y ordenó seguir la jugada. Apenas deposité la pelota en la esquina y quise mandarla al centro del área lo más rápido posible, el referí miró el reloj, pitó tres veces con su silbato y sentenció el final del encuentro. Ya nada podía hacerse, habíamos perdido dos a uno.
Me disgustaba el resultado del partido, no lo niego. Sin embargo había logrado algo muy importante: a excepción del dolor en mi nariz, yo jugué el partido completo, como titular, y había resultado libre de todo daño. Permanecer incólume, quedar sanito, sanito, luego de haber participado en un violento encuentro de fútbol suburbano de aquella época no era moco de pavo. Sin embargo la furia de papá no tenía límites, en lugar de elogiar mi honestidad deportiva durante los últimos segundos del partido, decía: “¿Qué te costaba darnos un penal? ¿Por qué no te quedaste tirado en el suelo, haciéndote el muerto o el quebrado? ¿No entendés que la picardía también forma parte del fútbol, salame? ¡Era un penal cantado, un penalazo soñado, en el último minuto y no lo aprovechaste, Dios mío!” Y repitió lo mismo unas veinte veces, durante el largo camino hacia casa.
─ ¿Cómo les fue? ─la pregunta de mamá era totalmente innecesaria. Solo bastaba con verle la cara al viejo para saber el escore del doparti.
─Este es un p… ─intentaba articular el pobre hombre, señalándome a mí─. Este es un flor de p…
Mamá le había prohibido, terminantemente, decir groserías y malas palabras, porque era un mal ejemplo para mis hermanos menores. Por lo tanto el viejo tenía su facultad expresiva algo censurada. Su ofuscada mente se debatía buscando sinónimos, eufemismos, metáforas. Al fin logró encontrar algo aproximado a lo que quería decir y se desahogó:
─ ¡Este gurí es un flor de patadura!
Esa “p” oclusiva, bilabial, pronunciada con tanta ira, connotó en mis oídos otros significados muchísimo más hirientes. Puse ante mi santa madre la mejor cara de víctima que pude lucir. Entonces ella, para calmar a mi padre dijo:
─No lo presionés tanto, Tito. Por ahí tenemos suerte y, en lugar de futbolista, el nene nos sale intelectual