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Carlina nunca Tuvo e-mail

Publicado el Jueves, 10 Mayo 2018 19:53 Escrito por Jorge Rosales | www.inbicible.blogspot.com.ar

Carlina Zulema Pérez jamás tuvo bicicleta, pero sí un burrito que ensillaba cada mañana, para llevar a pastar las chivas al otro lado del Río Quinto y traerlas de regreso antes que anochezca. Nunca conoció otro mejor compañero dispuesto a defenderla, incluso de los "liones", con furibundas patadas e incisivos mordiscones.

Por la década de 1930, el paraje San Ignacio (próximo a Paso de las Carretas) había quedado deshabitado y los pumas poblaron el lugar. Si como afirma Yupanqui, el entorno natural moldea nuestro carácter, entonces fue aquí donde la fortaleza y obstinación se corporizaron en una niña, que tiempo después llegaría hasta Eleodoro Lobos para hacer notar su presencia.

Con 94 años recién cumplidos, Carlina –la menor de 9 hermanos- recordaba en noviembre de 2013 cada instante de la infancia. De su madre Ciriaca Paula Salinas, protectora y buena consejera, aprendió todo sobre el cuidado de animales. Desde saber cuándo tendrían cría, a cómo mezclar grasa y sal gruesa para amansar la vaca en el ordeñe; o aumentar su producción arrojando leche al río.

Miguel Antonio Pérez, su padre, tenía en cambio por costumbre, ausentarse del hogar durante largo tiempo, ya que la actividad partidaria lo convocaba (junto con sus bienes). Tanto fervor proselitista acabó dejándolo "sin nada"; hasta el campo en San Ignacio debió entregar. Como consuelo, sólo pudo integrar la despoblada lista de quienes jamás incrementaron su fortuna, a expensas de la política.

Mientras repartía las horas en juntar leña y agua, Carlina tampoco descuidaba el rebaño cruzando el río. Dos veces escapó que la llevara la creciente. Una de ellas, al no bajar el caudal, tuvo que dormir 3 semanas con las cabras y alimentarse de lo que ordeñaba. Sólo a través del puente de Saladillo, consiguieron los hermanos acercarle algo de queso, dulce de leche, torta casera y carne.

Al intuir que tarde o temprano otra correntada la arrastraría definitivamente lejos de su casa, no rezongó aquella mañana, tras llegar a los saltos el sulky del tío Manuel. La visita venía a informarle a su padre que en Eleodoro Lobos, Don Epifanio Fernández andaba necesitando una jovencita en el cuidado de su suegra,  porque tenía descomposturas.

Recuerda Carlina que a la semana siguiente viajó a conocer la nueva familia. Al arribar, descubrió sin mucho agrado que además de la abuela para atender, en la casa había otros 15 pensionistas, y un almacén de ramos generales, que surtía a los pobladores de la zona, habituados a manejarse mediante la libreta de fiado.

De a poco comenzó a poner todo en su debido orden, desde restablecer la limpieza en el alojamiento, a darle sabor a las comidas que servían. También colaboraba en el negocio, despachando artículos al menudeo como azúcar en terrón, yerba, harina, polenta, especias, jabón en panes, masitas o el anís “8 Hermanos”.

Pero si aún faltaba ganarse la confianza plena de Fernández y su esposa Angela Capello, era porque el pavimento no había llegado a Eleodoro Lobos. El día que esto ocurrió, vinieron de la Shell a instalar un tanque con surtidor. Los patrones habían viajado, y sólo la clara determinación de Carlina, les permitió a los obreros concretar la tarea, antes que ellos regresaran.

Asombrados por lo desenvuelta y decidida, los representantes de la firma llenaron de elogios a la joven de 17 años. Los dueños de casa, en tanto, la premiaron asignándole como nueva labor,  la atención también de la bomba, donde los vehículos ya hacían fila para cargar gasolina.

Y aunque no aclara demasiado, probablemente la multiplicidad de tareas, haya sido el motivo por el cual tomó la decisión un día, de abandonar Eleodoro Lobos y regresar a su casa. En este replanteo de vida, eligió a la vez trasladarse en 1941 a la ciudad de San Luis, para comenzar como enfermera en el viejo Hospital de Caridad, en avenida Lafinur y Junín.

Dispuesta a consolidarse en esta profesión, leyó cuanto libro tuvo a su alcance y escuchó atenta cada indicación médica. Aprendió a tomar la presión, colocar inyecciones y saber que cuando la luna está menguando será nena, pero si está creciente, varón.

Todo parecía volver a encaminarse, hasta que una hermana la mandó a llamar en 1952, porque su padre había enfermado. Obligada a dejar los estudios, regresó del mismo modo que lo había hecho para atender la salud de su madre. Con la tranquilidad de haberlos cuidado a los dos y siendo la única que quedó ocupando la casa, optaría más tarde por retornar a Eleodoro Lobos.

En lo de Fernández ya funcionaba la Estafeta Postal, así fue que aceptó el ofrecimiento del Estado para ocuparse de esa tarea, que consistía en recibir y despachar el correo a través del servicio ferroviario o de colectivos. Por seguridad, dado que la gente también enviaba dinero, todos en el pueblo conocían del “gatillo fácil” de Carlina. Menos cuatro serenateros, que al homenajearla una noche, huyeron espantados esquivando los arteros fogonazos.

Tal fue la dedicación que puso en su empleo, que tras vender el patrón su almacén por razones de salud, los nuevos dueños buscaron sacarla a la calle con el interés de manejar ellos la correspondencia. “¡Yo no voy a dejar la estafeta, así me tenga que ir debajo del algarrobo a seguir atendiéndola!”, dicen que tronó el grito solitario de resistencia, en todo Eleodoro.

Del mismo modo que ella siempre acudía al llamado urgente por alguna inyección a colocar, la repuesta de los vecinos no demoró en llegar. En una lonja que limpiaron entre la escuela y el negocio de ramos generales, don Arturo Becerra le levantó su nueva vivienda. Allí pudo continuar despachando el correo, hasta que en 1981 obtuvo la jubilación.

Si desplazar el trazado original de la ruta fue un perjuicio para el pueblo, el cierre del ramal ferroviario en 1992 terminó de expulsar a las pocas familias que seguían resistiendo. También Carlina partió junto a su hijo de crianza, José, quien le brindó en San Luis la atención especial que requirió hasta sus últimos días en marzo de 2017, porque ya caminaba con dificultad y había perdido la visión.

En el ingreso a Eleodoro Lobos nada sorprende más que la desolación. Una báscula a la derecha; al fondo la estación que extravió su nombre y en la curva a la izquierda la escuelita. A su lado, muy oronda, aún se conserva la tapera donde funcionó por última vez la estafeta. Es el testimonio de vida de una mujer, como tantas otras, que se animó a desafiar el destino sin importarle cuál fuese el remitente.

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