Cuán cierto es que muchos viendo, no ven; y oyendo, no escuchan. Aun estando despiertos. ¿Se han obscurecido sus conciencias? ¿Y qué tan dormidas están? Por un lado, la necesidad de sobrevivir prioriza –y con justa razón- el bolsillo. Y no es que la mayoría de la gente piense en la plata; la necesitan para vivir. Porque tenemos objetivos, propósitos y deseos de una mejor calidad de vida; de seguridad, progreso y bienestar.
Asistimos a fenómenos nunca vistos en Argentina. Se han derrumbado los cánones pretendidamente sociales y pretendidamente compartidos de la cultura, la política y la moralidad. No podemos afirmar con honestidad que, al constituirnos como Nación desde la Revolución de Mayo, llegamos a un País con una identidad definida.
¿Es posible? Absolutamente. Es el problema y el desafío. Y hay que poner una fe inquebrantable; la confianza de que la solidaridad existe y es posible, pero que hoy, se hace imperioso llevarla a la lucha, despertándonos a la situación del Otro, que sufre el atentado a su salud, a su comida, a su salario, a su trabajo y a sus derechos; único camino que nos llevará a tomar conciencia de la responsabilidad que nos toca.
El título de este artículo pertenece a un pensamiento de Martin Luther King. Resume el mayor y mejor anhelo de un ser humano que creía absolutamente en la capacidad del reencuentro con las personas. Él no dudaba ni juzgaba a los otros por su condición, sino que apuntaba a sacar, a extirpar, el impersonal odio que no los dejaba ser, para encontrar lo mejor de sí en ellos.
Evidentemente estamos asistiendo no a la muerte de Dios, sino a la muerte del Hombre. Y Dios no ha muerto, aunque hayamos buscado otros dioses: el dinero, el placer, el individualismo absoluto, y el odio al prójimo. Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Cuando el filósofo Nietzsche habla de “la muerte de Dios”, se refiere a la muerte del Estado autónomo, y a la conciencia desventurada del Hombre, donde Dios ya no es aceptado como referencia moral y fin último, y se rechaza todo orden cósmico y de valores absolutos, objetivos y de una ley moral universal –ni siquiera de convención, de cada cultura o de acuerdos puntuales como sostienen los postmodernos-, que dejan al Hombre en la Nada, en el Nihilismo, y desde esa soledad absoluta, compelido a buscar el verdadero fundamento de los valores; cristianos y humanos.
Es cierto que cada generación debería conocer y aprender la Historia que no ha vivido de su sociedad y de la que no ha sido protagonista. El conocimiento histórico y científico no surge espontáneamente si no es buscado, descubierto o enseñado. Pero si una sociedad desea seguir existiendo, debe asegurarse de que su historia sea aprendida y transmitida para generar saberes propios. Esencialmente de su cultura, que hace a su identidad como Pueblo.
Este mundo, esta sociedad argentina, las personas y a veces las propias familias, están tan materializados, que hipócritamente llevan una doble vida porque no se puede, no se resiste, vivir sin alguna autenticidad. “¿Quién le da una piedra a su hijo si les pide pan? ¿O una culebra si le pide pescado? (…) Si Ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos…”
En estos tiempos electorales, nadie desconoce que además de la indecisión sobre el camino a tomar, existe desconcierto y miedo. Todos tenemos miedo. Nadie puede avizorar con certeza un futuro esperanzador a mediano plazo. Azorados, asistimos a las diatribas de los candidatos, azuzados cínicamente por los medios de comunicación. Nos martillan con propuestas, verdades, mentiras, justificaciones, amenazas, desconocimiento y enojos, en una oscilante inestabilidad (¿o incapacidad?) sobre la cresta de una imprevisible ola que puede colmar a nuestra humanidad de esperanza… o transformarse en un tsunami que podría arrasar la libertad, los derechos y la vida misma.
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