Jueves, 28 Noviembre 2024
Iván Ojeda

Iván Ojeda

Cuán cierto es que muchos viendo, no ven; y oyendo, no escuchan. Aun estando despiertos. ¿Se han obscurecido sus conciencias? ¿Y qué tan dormidas están? Por un lado, la necesidad de sobrevivir prioriza –y con justa razón- el bolsillo. Y no es que la mayoría de la gente piense en la plata; la necesitan para vivir. Porque tenemos objetivos, propósitos y deseos de una mejor calidad de vida; de seguridad, progreso y bienestar.

Asistimos a fenómenos nunca vistos en Argentina. Se han derrumbado los cánones pretendidamente sociales y pretendidamente compartidos de la cultura, la política y la moralidad. No podemos afirmar con honestidad que, al constituirnos como Nación desde la Revolución de Mayo, llegamos a un País con una identidad definida.

 

¿Es posible? Absolutamente. Es el problema y el desafío. Y hay que poner una fe inquebrantable; la confianza de que la solidaridad existe y es posible, pero que hoy, se hace imperioso llevarla a la lucha, despertándonos a la situación del Otro, que sufre el atentado a su salud, a su comida, a su salario, a su trabajo y a sus derechos; único camino que nos llevará a tomar conciencia de la responsabilidad que nos toca.

El título de este artículo pertenece a un pensamiento de Martin Luther King. Resume el mayor y mejor anhelo de un ser humano que creía absolutamente en la capacidad del reencuentro con las personas. Él no dudaba ni juzgaba a los otros por su condición, sino que apuntaba a sacar, a extirpar, el impersonal odio que no los dejaba ser, para encontrar lo mejor de sí en ellos.

Evidentemente estamos asistiendo no a la muerte de Dios, sino a la muerte del Hombre. Y Dios no ha muerto, aunque hayamos buscado otros dioses: el dinero, el placer, el individualismo absoluto, y el odio al prójimo. Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Cuando el filósofo Nietzsche habla de “la muerte de Dios”, se refiere a la muerte del Estado autónomo, y a la conciencia desventurada del Hombre, donde Dios ya no es aceptado como referencia moral y fin último, y se rechaza todo orden cósmico y de valores absolutos, objetivos y de una ley moral universal –ni siquiera de convención, de cada cultura o de acuerdos puntuales como sostienen los postmodernos-, que dejan al Hombre en la Nada, en el Nihilismo, y desde esa soledad absoluta, compelido a buscar el verdadero fundamento de los valores; cristianos y humanos.

Es cierto que cada generación debería conocer y aprender la Historia que no ha vivido de su sociedad y de la que no ha sido protagonista. El conocimiento histórico y científico no surge espontáneamente si no es buscado, descubierto o enseñado. Pero si una sociedad desea seguir existiendo, debe asegurarse de que su historia sea aprendida y transmitida para generar saberes propios. Esencialmente de su cultura, que hace a su identidad como Pueblo.

Este mundo, esta sociedad argentina, las personas y a veces las propias familias, están tan materializados, que hipócritamente llevan una doble vida porque no se puede, no se resiste, vivir sin alguna autenticidad. “¿Quién le da una piedra a su hijo si les pide pan? ¿O una culebra si le pide pescado? (…) Si Ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos…”

En estos tiempos electorales, nadie desconoce que además de la indecisión sobre el camino a tomar, existe desconcierto y miedo. Todos tenemos miedo. Nadie puede avizorar con certeza un futuro esperanzador a mediano plazo. Azorados, asistimos a las diatribas de los candidatos, azuzados cínicamente por los medios de comunicación. Nos martillan con propuestas, verdades, mentiras, justificaciones, amenazas, desconocimiento y enojos, en una oscilante inestabilidad (¿o incapacidad?) sobre la cresta de una imprevisible ola que puede colmar a nuestra humanidad de esperanza… o transformarse en un tsunami que podría arrasar la libertad, los derechos y la vida misma. 

Dicen que los inocentes y los justos van al Paraíso. ¿La clase obrera también, que son los de puro corazón valiente? ¿Cómo se sostendría la Economía sin la clase trabajadora?

Cuando el fuego se apaga, ni un vestigio de humo queda en el páramo. Y en la noche, es imposible encontrar camino alguno. Sin el fuego, no hay transformación ni carne cocida; no hay herramienta ni metalurgia. Tampoco luz, abrigo y cuidado.

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